If I am - Nine Days
Querido lector:
Han ocurrido muchas cosas últimamente, y estoy cansado de fingir que no pasa nada. Otra parte de mí piensa que soy un exagerado y me quejo más de lo que debería.
¿Recuerdas que te dije que estaba buscando trabajo? Bueno, fui al desguace donde trabaja un amigo de mi padre, a suplicar que me contratasen. Pero no sirvió para nada.
Por otro lado, el Rubio me pidió el otro día que lo acompañase a un examen, así que fui a recogerlo a su portal. Ni siquiera había amanecido.
Me preguntó cómo llevaba la búsqueda de trabajo y yo le dije lo que hay.
—Me preguntaron si me veo negociando precios con los clientes, y yo dije que sí, pero cuando me hizo una prueba, dejé caer que vendería una palanca de cambios de segunda mano por cinco euros.
El Rubio me miró esperando algo más. Quizá el precio de una pieza de coche de segunda mano no sea de conocimiento universal después de todo, pero yo sentí que jamás sería competente en nada.
—Soy un inútil.
—No digas eso. No eres ningún inútil.
No le respondí. Era demasiado pronto para esa conversación. Ni siquiera había desayunado, y me moría de sueño. El Rubio me había hecho levantarme a las siete de la mañana.
—¿Qué estabas diciendo de las lentes diferentes?
De camino, él iba repasando en voz alta el temario de física. Sobra decir que yo no podía seguirlo.
—Divergentes.
—Eso.
Apenas tenía energía para impulsarme en el skate a su lado, así que me concentré en el viento templado contra mi cara. Normalmente, cuando patino siento que estoy huyendo de algo. Pero cuando el Rubio va a mi lado, se parece más bien a volar.
Y ahora estaba volando entre el sueño y mi antiguo instituto.
Llegamos a la puerta cinco minutos antes de que sonara el timbre. Sabía que no me iba a librar de que me preguntara si me encontraba bien, así que me despedí antes de que tuviese la oportunidad de hacerlo.
—Lo vas a hacer bien —afirmé—, como siempre.
Me quedé por la zona hasta que terminó, a la hora de la comida. La primavera es mi época favorita del año porque es la única en la que puedes estar en la calle a cualquier hora. Eran las dos y media cuando el Rubio me vio allí, sentado sobre un muro bajo a la salida del instituto. Se detuvo en seco y luego tiró el skate al suelo para montar en él en un solo movimiento fluido.
La euforia iluminaba sus ojos azules. Se abalanzó sobre mí para abrazarme.
—¿Qué tal ha ido? —pregunté, dejando salir una carcajada.
—De puta madre.
Me besó la cabeza y después descargó el resto de la energía saltando alrededor de mí.
A esas alturas, como comprenderás, me daba vergüenza preguntar qué examen acababa de tener exactamente y por qué era tan importante, así que me limité a seguirle el rollo.
Me invitó a su casa a comer, y yo di gracias al cielo por eso. De camino, me explicó qué preguntas habían caído y cómo las había respondido.
Me pregunto si él también sentía que volaba.
Su madre nos recibió con una sonrisa y felicitó a su hijo con mucho entusiasmo, casi tan emocionada como él. Yo acaricié a Pixie cuando vino a saludarnos, igual de contenta.
Su madre se giró hacia mí para contemplarme con los mismos ojos azules y brillantes que su hijo.
—Hace tanto que no te veo… Tienes que dejarte ver más a menudo.
Yo le respondí que por supuesto. Había olvidado lo que era dejarse caer por allí. No tengo que envidiar a su familia si puedo formar parte de ella de esa otra manera, ¿no?
Durante la comida me fijé bien en la expresión del Rubio mientras él miraba la tele. Todos sus músculos estaban relajados menos la boca, que estaba estirada en una sonrisa permanente.
Segundo de bachillerato no es ningún problema para él.
La nuez de su garganta subía con cada trago de agua que bebía para bajar el plato de arroz que teníamos delante. Había dos sándwiches de Nocilla sobre la mesa, su postre favorito. Me recuerda a un niño pequeño. La cuestión es que todo era como siempre, pero había algo ligeramente distinto. Dejó el vaso sobre la mesa y me devolvió la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja sin dejar de sonreír.
Devolví mi mirada al plato, porque, ¿qué tenía que decir? Me alegraba por él, claro. Quería alegrarme por él. Pero la envidia se estaba haciendo una bola en mi pecho.
—¿Te gusta Eva?
Se le cayó la sonrisa al suelo.
—Ian…
—David… —respondí, simplemente. No quería saberlo, o sí. No quería echarle nada en cara, pero me molestaba.
Giró la cabeza para mirar por encima de su hombro. Pareció decidir que necesitábamos más intimidad, así que se levantó y apoyó una mano en mi espalda para dirigirnos a su cuarto.
—¿Es eso? —preguntó, una vez allí. Yo hundí mis manos en los bolsillos. Me iba a hacer largar todo y lo sabía—. ¿Es eso lo que te pasa? ¿Estás celoso?
Mi mejor amigo estaba sorprendido, pero aún luchando por contener media sonrisa.
—Claro que no. —No encontré mi imperdible en el bolsillo, pero jugué con el pliegue de la tela de todos modos.
—Tienes vía libre, tío. —Seguía sonriendo—. ¡De verdad! Me alegro de que hayas encontrado a alguien y que estés ilusionado.
Fijé la mirada en el dibujo de colores de su camiseta. Azul, rosa, amarillo y morado. Todo el arcoíris.
Todo va bien, ¿sabes? Quiero decir, Eva es una persona especial, a su lado siento que soy una versión mejor de mí mismo, la versión que necesito ser. Pero hay algo más. Y el Rubio también lo sabe:
—¿Cómo te sientes?
Lo miré bien. ¿De verdad eran celos? ¿O era otra cosa? No me atreví a responder, ni siquiera a intentarlo.
No tenía ni idea de lo que sentía.
Ese es siempre mi problema.
—No lo sé.
—Bueno, no pasa nada por eso. —Me dedicó otra sonrisa tranquilizadora.
Me habría gustado ser capaz de confiar en él, de entender lo que me pasa, y de contárselo. Eso solucionaría la mitad de mis problemas. Pero soy completamente incapaz. Sobre todo delante de él.
O al menos eso es lo que pensé entonces, porque esa misma noche ocurrió lo que había estado temiendo durante mucho tiempo.
Por la noche, mi hermano se estuvo metiendo conmigo durante toda la cena, y esta vez mis padres no me defendieron.
—Si aquí nadie colabora, no sé qué vamos a hacer. Solo entra el sueldo de mamá, y es una mierda…
Es muy extraño. Sentía que mi hermano estaba metiéndose con mis padres tanto como conmigo. Y todos estábamos callados menos él.
—Y luego está Vanesa. —Cuando mencionó a mi hermana levanté la cabeza. Sabía lo que venía a continuación—. Diréis lo que queráis, pero si no hubiese tenido a Iris, no tendríamos tantos problemas.
—Cállate ya —solté. Como hermano pequeño, el nacimiento de Iris fue de los momentos más emocionantes de mi vida. Ella es la única de esta familia por la que lo daría todo.
Hugo me hizo caso y se calló, pero supe lo que se me venía encima, así que cerré los ojos con fuerza.
La bofetada no llegó nunca, porque mi madre lo paró.
Creo que esta familia está enferma.
Aquella noche, me escapé cuando todos se fueron a dormir. No podía soportar el dolor de cabeza, así que agarré el skate y una litrona de la despensa.
Como te decía, me gusta la primavera porque cualquier hora es buena para estar en la calle, echándose a perder.
Me la bebí rápido y me dejé caer en un banco. No podía parar de pensar. Era como un laberinto, como una pesadilla. Corría y no avanzaba, estaba atrapado para siempre.
El alcohol no ayudaba.
No sabía qué iba a ser de mí. No tendría que haber dejado de estudiar. Solo podía pensar: “Madre mía, madre mía. ¿Qué he hecho?” Es la clase de pensamiento que no sé apartar a un lado porque siempre se me enreda.
Estaba borracho cuando llamé al Rubio. Su voz sonó ronca:
—¿Ian?
—David, no me encuentro bien. —Para entonces, ya estaba llorando y apenas podía respirar—. No sé lo que me pasa, pero no quiero dormir en la calle.
Las lágrimas mojaban mis manos al sujetar el teléfono contra mi oreja.
—¿Dónde estás? —preguntó. Traté de controlar mi respiración y deshacer el nudo que me ahogaba en la garganta—. Ian, ¿me escuchas?
Solté un gemido. Quería llorar y no estar solo y sobre todo sacudirme esa sensación horrible de estar a punto de perder el control.
—¿Dónde estás? ¿Lo sabes? —repitió. Imaginé sus ojos azules, sus camisetas de colores, el piercing de su labio y el beso en la cabeza que me había dado al salir del examen.
Lo necesitaba.
Pero mi mente estaba a punto de quedarse en blanco, y lo sabía.
“Vamos, Ian, dilo. Solo es una frase”.
¿Alguna vez te has visto a ti mismo incapaz de hacer algo que necesitas, solo por miedo?
“Dilo. Díselo”
—En la plaza de los columpios —-susurré.
—Muy bien. En cinco minutos estoy allí. No te muevas, ¿vale?
—Vale. —No podía dejar de llorar.
Intenté volver a la realidad, a sentirme yo mismo. Pero es difícil. Me pasa a veces.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché el sonido de las ruedas y las patitas de Pixie. Intenté recomponerme en el banco antes de saludar a mi amigo, pero cuando se arrodilló en el suelo frente a mí y apartó a Pixie con suavidad, me rompí.
Me dejé caer de rodillas al suelo y me eché a llorar.
Él me puso las manos a ambos lados de la cara y me miró con preocupación. No podía ver más allá, y ese es otro de mis problemas.
Después, el Rubio sonrió.
—¿Qué está pasando en esa cabecita tuya?
Él también está acostumbrado a que me pase esto. Aunque debía de estar hecho una pena para que me hablase como a un niño pequeño.
—¿Me puedes abrazar? —le pedí.
—Claro.
Lo hizo, y esperó pacientemente a que dejara de sollozar. Su cuerpo era sólido y seguro. Era lo que necesitaba. Me acarició la espalda mientras yo pensaba en lo embarazoso que era todo aquello.
—Gracias por venir —susurré al separarme de él.
—Gracias a ti por llamarme. ¿Cómo te sientes?
Tomé aire. La pregunta.
Sorbí por la nariz.
—¿Crees que mi familia me quiere? ¿De verdad crees que sirvo para algo? ¿Crees que os protejo o solo soy un payaso y estáis hartos de mí?
—Mi chico —murmuró—. Claro que tu familia te quiere. Todos te queremos.
—Yo también a vosotros.
—Y nos proteges, pero tienes que dejar atrás lo que pasó.
Si hay algo que ha construido nuestra amistad a lo largo de los años, ha sido haber vivido el mismo momento traumático. Aunque a mí me tocase la peor parte y él solo fuese un espectador.
Fue cuando teníamos trece años. Mi hermano se metió en un lío y desde entonces siento pánico a que vuelva a ocurrir algo remotamente parecido. Pero lo que sucedió es lo de menos. Lo importante ahora es que no puedo superarlo, al parecer.
—No sé cómo ayudarte —admitió—. Creía que ya estabas bien.
—Nunca estaré bien.
Se levantó y me ayudó a sentarme en el banco con él. Pixie apoyó su cabeza en mi rodilla.
—Eres una persona muy valiosa —dijo David, respondiendo la última de mis preguntas—. La más valiosa para mí.
—Cuando te he llamado estabas durmiendo, ¿verdad? Perdóname…
—Olvida eso —dijo con voz suave. No sé cómo le voy a compensar por esto—. Pero me gustaría estar siempre en contacto contigo. Poder enviarte mensajes en cualquier momento, en lugar de tener que llamarte. Me quedaría más tranquilo.
—Los móviles son caros —respondí, y busqué cambiar de tema—. ¿Qué hora es?
—Las cuatro y media.
Joder. Pensé en el hecho de que él tendría clase al día siguiente. Y aún así parecía feliz de haber venido a consolar a un amigo borracho de madrugada.
—Me gusta Eva —confesé, por primera vez en voz alta.
—Lo sé —respondió, y soltó una carcajada mientras me calentaba las manos con las suyas—. ¿Quieres venir a casa a dormir?
Me dejó dormir en su cama. Al día siguiente no podía con la vergüenza, pero él actuó como si solo hubiésemos celebrado una fiesta de pijamas. De esas que montábamos con doce años.
Sostuve el imperdible entre mis dedos y me quedé mirando fijamente el póster de Tony Hawk que hay pegado en la puerta. Está girando en el aire, encogido sobre el skate. Es un plano inverosímil, pero bastante épico.
El Rubio aún fingía dormir sobre el saco de dormir, en el suelo.
—¿Recuerdas el proyecto del Hermano Mayor? —pregunté.
Estábamos en sexto de primaria, y fue la primera vez que hablé con David. Nos tocó cuidar a un grupo de niños de infantil y nuestra tarea era estar pendiente de ellos en una excursión a la montaña.
Nos pusieron a cargo de cinco niños de cuatro años y yo me agobié al minuto uno. Los gritos, los niños cayéndose y llorando y corriendo en todas las direcciones es algo que me dejó agotado.
Pero el Rubio tuvo paciencia por los dos. Recuerdo verlo agacharse para hablar con ellos.
—Nos vamos a dar la mano, ¿vale? Para no perdernos.
Con imperdibles, comenzó a enganchar a sus camisetas tarjetas con el color de nuestro equipo. Yo ayudé a dos niñas con sus tarjetas y cuando acabamos, él se puso de pie y se limpió la tierra de los pantalones.
—¿Listo? —me preguntó.
—¿Para qué?
—¿Para qué va a ser? ¡Para jugar!
El juego era una especie de escondite por equipos en medio de la naturaleza. Cuando me quise dar cuenta, no recordaba qué color era el mío. No presté la suficiente atención, supongo.
El Rubio pasó corriendo por delante del lugar que yo había escogido para esconderme. Estaba agazapado y tiré de su pantalón.
—Ay —se quejó.
—¿Qué equipo éramos?
—El amarillo.
Traté de guardar esa información en el cerebro durante más tiempo esta vez, pero él sonrió, metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta amarilla. La enganchó a mi camiseta con un imperdible.
Desde entonces, David se ha encargado de recordarme en qué equipo estamos, qué color soy y cualquier dato que yo no recuerde.
Una vez, incluso, me dejó copiar un examen entero.
—Sí, claro que me acuerdo —me dijo ahora desde el suelo de su cuarto, frotándose los ojos y siguiendo mi mirada hasta Tony Hawk.
No sé cómo voy a compensarle por todo esto.
Ian.
¡Hola! ¿Cómo estáis? Espero que hayáis disfrutado de este correo tanto como yo. Tenía ganas de profundizar por fin en el personaje del Rubio, porque es muy importante para Ian y porque personalmente lo amo jajajaja.
¿Qué os parece a vosotres?
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Nos vemos MUY pronto :)