18 - Anarbor
¡Hola!
La última vez se me olvidó contarte una cosa. Bueno, unas cuantas.
La primera es que acompañé al Rubio a sus exámenes de Selectividad. Resulta que no estaba tan tranquilo como yo pensaba. Te juro que todo su cuerpo temblaba antes de entrar al primer examen, a las 8:30.
Su mochila y su skate estaban a nuestros pies, y yo aún ni siquiera me había espabilado del todo.
—Gracias por acompañarme —dijo, moviendo una pierna compulsivamente—. Me encuentro fatal.
Se frotó la cara con las manos por quinta vez en diez minutos. En parte era divertido, porque no hay forma humana de que un examen le salga mal, pero por otra me estaba poniendo nervioso, así que le cogí las manos.
—Lo vas a hacer bien —le aseguré—. Yo confío en ti.
¿Qué se puede decir cuando tú ves algo con tanta claridad y sin embargo la otra persona es incapaz de hacerlo? Estoy seguro de que debe de haber unas palabras mágicas, pero yo no las encontré.
—No confíes tanto —respondió, inseguro.
—Sacúdete.
—¿Qué?
Le mostré cómo. Empecé a dar saltitos, a sacudir las muñecas y a correr en el sitio. Cuando acabamos el ejercicio, David tenía los ojos brillantes, como si fuese a llorar.
—Tío, es solo un examen.
—No es verdad.
Miró alrededor, como asustado por toda aquella gente, y se me ocurrió probar otra cosa.
—Piensa que somos las personas más guays de aquí. No hay nada de lo que preocuparse.
—Tus consejos son una mierda.
—Normalmente los consejos son cosa tuya.
Pretendía hacerle reír, pero en cambio se echó hacia delante y me rodeó con los brazos.
Al principio me sorprendió, pero luego me di cuenta de que los abrazos son mucho más fáciles que las palabras, así que apreté fuerte.
Sinceramente, nunca he estado nervioso por un examen, solo curiosidad por saber si el suspenso será más o menos humillante.
Lo sentí respirar contra mi camiseta. Hacía mucho calor para estar tan pegados, en serio.
—No te pongas a llorar ahora. Reserva las lágrimas para después.
Se rio, y al separarse me empujó suavemente.
Me quedé con su skate mientras él hacía el examen, y creo que en cierto momento me quedé dormido en la hierba.
Por la tarde, Eva me llamó y me pidió que nos viéramos en la estación a las nueve.
La encontré en el mismo banco en el que nos sentamos la primera vez, cuando me explicó el significado de sus estrellas y los demás graffitis. Tenía la cabeza gacha, y enseguida vi que algo iba mal.
—¿Todo bien?
Cuando reparó en mí, saltó del banco para lanzarse a mi cuello. Yo la abracé de vuelta y me sentí igual que aquella misma mañana, si tan solo el Rubio hubiese tenido el pelo rojo y fuese más bajito que yo.
Al final se separó. Tenía los ojos cansados, pero ni rastro de lágrimas, y yo solo pude pensar que esta versión de Eva, la que no sonríe, es radicalmente distinta a la que me invitó a galletas en su casa.
—¿Crees que soy buena amiga?
—Claro que sí.
Comprendí que esperaba de mí una respuesta más elaborada, así que me esforcé por dársela.
—Tu presencia me hace sentir menos raro y menos solo.
Me di cuenta de ello mientras las palabras salían de mis labios. Era cierto, y ni siquiera tiene que ver con que esté perdiendo la cabeza por ella. Es así desde el día en que la conocí, cuando Kelly nos la presentó y dijo que no tenía a nadie aquí.
Eva asintió con la cabeza y me invitó a sentarme en el banco. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato.
—¿Alguna vez has pensado en cumplir los dieciocho y pirarte? —preguntó de pronto, con la mirada fija en los graffitis.
Yo me quedé paralizado.
—Sí.
—Por eso te sientes menos raro y menos solo. Porque yo también sé lo que es.
Me dejé caer en el respaldo del banco y fijé la mirada en las estrellas negras. Eva rebuscó en uno de los bolsillos de su pantalón y sacó un paquete de tabaco. Se encendió un cigarro, pero olvidó de fumárselo.
—A veces sientes que los odias y que preferirías no ser su hijo —confesé, y Eva me miró como si, de alguna forma, ya lo supiera. Nunca antes me había pasado algo así—. Si quieres contarme algo, puedes hacerlo.
No me contó nada, a pesar de que parecía querer hacerlo. Solo volvió a abrazarme y supongo que con eso le bastaba.
—¿Quién es tu hermano? —preguntó después.
—¿Qué?
—Todos hablan del Capi. Parece un malote de los de verdad. No como tú.
Hasta ese momento, no fui consciente de que Eva oiría cosas sobre mi hermano. Tampoco sé qué significa que “todos hablen” de él.
—Sí, supongo sí.
—No, pero en serio, es chungo, ¿no?
—Si lo quieres decir así…
Eva apagó el cigarro y sacó un paquete de chicles de otro bolsillo. Yo jugué a mover el skate con el pie.
—¿Te ha pegado alguna vez? —preguntó, mascando chicle y mirándome como si ya lo supiese todo de antemano.
—¿Perdón?
Por un momento, casi me pareció que se arrepentía de forzar la conversación. Sin embargo, no paró.
—¿Por qué te da tanto miedo la policía? —insistió, como si estuviese encajando las piezas de un puzle. Me encogí de hombros—. Has tenido algo con ella, ¿verdad?
—¿No es evidente?
Quería contárselo, de verdad que sí.
—¿Te metiste en algún lío o eras inocente?
—¿Puedes dejar de hacer una pregunta tras otra? Me estoy saturando.
Al final lo hice. Le conté todo. Deberías saberlo tú también, porque si no, no vas a entender nada.
Cuando yo tenía trece años, mi hermano se metía en peleas. Normalmente los mayores me alejaban de allí para que yo no lo viese.
Eran peleas pre-acordadas. Estas cosas son así, si no sigues las reglas y te ciñes a lo establecido. Pero uno de esos días se le fue de las manos.
Fue en el Parque de la Constitución, y al final todos los de la banda se pusieron a correr y yo me quedé allí solo con mi hermano tirado en el suelo, con una herida en el costado.
Desde aquel día, Hugo me la tiene jurada. Me hizo prometer que haría una sola llamada con su móvil y que no diría una palabra más. Que esperaría a que los demás volviesen con ayuda. Pero no lo hice.
Yo lloré y grité hasta que alguien llamó a la policía.
—La policía me da pánico —reconocí, ante la expresión atónita de Eva—. Pero hay cosas peores.
En ese momento, hizo algo que nadie ha hecho antes: comprenderme desde la primera hasta la última palabra. El Rubio siempre se ha preocupado de indagar en lo que siento, y mi madre se ha pasado la vida intentando que lo olvide. Pero ella no.
—Odio a mi familia —añadí, por si no había quedado claro.
Y me preocupa más de lo que quiero reconocer.
—No odias a tu familia. Odias a tu hermano y lo que te hizo. Odias que nadie te protegiera. Es normal que estés enfadado, yo también lo estaría.
Ella me entiende. Su padre es tan hijo de puta como mi hermano, salvando las distancias, y supongo que por eso nos entendemos.
Me dio la mano.
—Mi casa está abierta para ti, si alguna vez necesitas un sitio a donde ir.
Le sonreí con las fuerzas que me quedaban. Sus ojos brillaban con muchas emociones distintas. Tristeza y complicidad y esperanza.
¿Desde cuándo puedo ver lo que sienten los demás con tanta claridad?
—Gracias, Eva.
Apretó mi mano un poco más fuerte y no dijimos nada más.
A pesar de todo, no me siento mal. Estoy muy contento de saber qué significan las estrellas negras de Eva.
Un abrazo.
Ian.
¡Hola! ¿Cómo estáis llevando el verano?
Por aquí las cosas están progresando bastante bien, en mi opinión. Espero que estéis satisfechos con los acontecimientos y lo que se va descubriendo el pasado de Ian (sé que os interesa mucho jeje)
Por mi parte, el único comentario que quiero hacer es que Ian es demasiado cute.
Y sé que prometo lo mismo en todos los correos, pero en el siguiente ocurren cosas que os van a gustar bastante.
Déjame un “me gusta“ si has llegado hasta aquí <3